No importó el hambre, el trasnocho ni la deficiente logística. El concierto del jueves de la agrupación británica pasará a la historia como uno de los mejores que se ha presenciado en el país. Crónica de un fanático.
Por Camilo Andrés Amaya
Febrero 29 de 2008.
Lo que separa a un buen concierto de rock de uno memorable no se mide por la calidad del sonido, ni de las luces y, ni siquiera, por la buena organización. Aunque todo eso ayuda, por supuesto, lo que hace a un concierto verdaderamente histórico es la entrega de la banda y también la del público. Por eso, no hay duda de que del concierto de Iron Maiden se hablará por mucho tiempo. La ‘Doncella de Hierro’ es una leyenda y como tal fue recibido. Miles de fanáticos se instalaron en carpas hasta seis días antes afuera del Parque Simón Bolívar, con la esperanza de entrar primero y quedarse con las mejores ubicaciones. Incluso hubo quienes a falta de carpa no tuvieron problema en dormir envueltos en plásticos a temperaturas cercanas a los 5 grados centígrados en la madrugada. En la mañana muchos iban a cambiarse de ropa a sus casas para ir al trabajo, después de recibir el relevo del turno. También hubo quienes hicieron viajes heroicos de hasta 18 horas en bus solo para llegar a acomodarse, de a tres o cuatro, en una “suite” de lona de dos por dos metros. Vinieron de Medellín, Armenia, Cali, Pasto... de todos los rincones de país. Y de afuera, porque también hubo gente de Venezuela, Perú y Ecuador, lugares que no están incluidos en la gira.
El concierto de la 'Doncella de Hierro' empezó teniendo como telón de fondo la portada del disco Powerslave. Los telones fueron cambiando según la canción. Foto: Adrian Prada/ Evenpro
En las afueras del Parque Simón Bolívar un grupo de personas que quería entrar gratis se enfrentó con la policía. Aunque ésta pudo dispersarlos, siete personas sufrieron heridas menores y varias de las rejas que rodean el parque fueron tumbadas. Al final 18 fueron retenidos, pero muchos lograron meterse. Personas que sí tenían sus boletas se quedaron por fuera. Foto: Guillermo Torres / Semana
No faltó el que no pudo obtener permiso en el trabajo para ir al concierto y, sin pensarlo mucho, decidió establecer prioridades y renunciar bajo la premisa de que el trabajo se consigue con algo de empeño. Fueron verdaderos héroes. El miércoles a las 12 de la noche a la empresa de logística se le ocurrió la genial idea de hacer levantar las carpas para que la gente ingresara al primer anillo de seguridad. El resultado es que por el mismo precio de la boleta, unas dos mil personas recibieron un curso de indigencia. Terminaron durmiendo en el piso, tiritando del frío, sin comida y, para rematar, sin baño, porque a la logística no le pareció necesario, ya que solo iban a ser 12 horitas de espera. Esto en la boleta de platino –la más cara-, por lo que puede imaginarse que en preferencia, en donde la gente acampando era más del doble, las cosas tuvieron que ir peor. Al otro día, quienes llegaron tarde, después de bañarse y dormir en sus casas entraron tranquilamente y pudieron estar más adelante que los mártires de las tiendas, que cuando entraron eran unos despojos de personas quemados por el frío o por el sol y con los ojos rojos después de una noche de perros. Pero el sacrificio fue justo. Si el cantante de la banda lleva un mes bajándose del escenario para pilotear él mismo el avión que los ha llevado desde Asia hasta América, por qué no aguantar un poco de incomodidad. Para rematar, a las cuatro de la tarde se desgajó un aguacero, con granizo incluido, que aumentó las penurias de los ya desgastados fanáticos. Un vapor de olores poco recomendables se tomó el recinto pero eso tampoco importó. Como los soldados que hacen la guardia en el palacio de Buckinham, todos aguantaron sin inmutarse el chaparrón. Para comprender la reverencia de los fanáticos de este grupo, se puede decir que uno de los teloneros –el otro fue la muy buena banda nacional Instrospección- fue Lauren Harris, la hija de Steve Harris, bajista y fundador de la banda. El público metalero, tan dado a chiflar y abuchear a todo le que no es de su gusto, aplaudió a la joven cantante de pop aunque su música no les gustara para nada. Cuando alguien le preguntó a un personaje, que durante horas había estado gritándoles barbaridades a todas las personas que se cruzaban por el escenario, por qué ahora no decía nada, se limitó a responder: “¿nooo, es que es la hija de Harris?” La recompensa llegó sobre las ocho de la noche. Las luces se apagaron y cayó el telón que cubría el escenario principal. En todo el parque retumbó el discurso de Winston Churchill “We shall fight them on the beaches” –los combatiremos en las playas- que hacía parte del disco Live after death, de 1985, que le dio paso a Aces High, la primera canción del espectáculo. En ese momento el cansancio y el entumecimiento le dieron paso al éxtasis colectivo. El tan esperado grito de ¡Scream for me Bogotá! por fin se escuchó en vivo y la leyenda tantas veces vista en las pantallas de televisión estaba ahí en carne y hueso. Algunos de quienes los habían esperado por 28 años y creyeron que se iban a morir sin verlos derramaron una que otra lágrima de emoción. Cuando sonó The Trooper, El Simón Bolívar ya era una coordinada marea de personas yendo y viniendo al ritmo de la música y los empujones. La emoción llegó a uno de sus puntos más altos cuando Bruce Dickinson hizo subir al escenario una gigantesca bandera de Colombia marcada con el nombre del grupo, que había sido llevada por los fanáticos, y dijo que era la mejor que había visto durante la gira. Lo que hizo a este concierto especial fue que sin importar que el grupo llevaba un mes de gira, repitiendo desde Mumbay hasta San José de Costa rica el mismo listado de canciones, Iron Maiden hizo sentir a los colombianos que habían sido importantes y únicos dentro del tour. Dickinson hizo referencia al vuelo del cóndor de Colombia para compararlo con el del albatroz de Rime of the ancient mariner, y se vio emocionado cuando habló de la gente que había pasado noches en carpas esperándolos. Aparte de prometer otro concierto en el país, aún más grande, el verdadero desagravio para los sufridos fans fue ver a los seis integrantes de la banda poderosos y coordinados como el ejército inglés al que tanto le cantan. La Doncella demostró que no es una banda en retirada ni de esas que hacen conciertos lastimeros para financiarse después de sus carreras. El respeto hacia el público quedó plasmado en un sonido perfecto, un escenario de dos pisos con plataformas poco vistas por estos lares, telones de fondo corredizos con la imagen de Eddy (personaje que ilustra sus discos), y hasta un robot de tres metros del mismo Eddy que se paseó por la tarima. Para cuando sonó Hallowed be the name, la última canción, a todo el mundo se le había olvidado el tansnocho, el hambre y la mojada. No importó el mercado negro de boletas que hubo, la pésima organización de la empresa de logística 911, el grupo desadapatados que se coló y provocó desmanes, ni que en las pantallas de preferencia no se viera nada. Lo importante es que Bogotá hizo parte de la historia y que en algunos años muchos les dirán a sus hijos con orgullo: “yo estuve ahí”.
El concierto de la 'Doncella de Hierro' empezó teniendo como telón de fondo la portada del disco Powerslave. Los telones fueron cambiando según la canción. Foto: Adrian Prada/ Evenpro
En las afueras del Parque Simón Bolívar un grupo de personas que quería entrar gratis se enfrentó con la policía. Aunque ésta pudo dispersarlos, siete personas sufrieron heridas menores y varias de las rejas que rodean el parque fueron tumbadas. Al final 18 fueron retenidos, pero muchos lograron meterse. Personas que sí tenían sus boletas se quedaron por fuera. Foto: Guillermo Torres / Semana
No faltó el que no pudo obtener permiso en el trabajo para ir al concierto y, sin pensarlo mucho, decidió establecer prioridades y renunciar bajo la premisa de que el trabajo se consigue con algo de empeño. Fueron verdaderos héroes. El miércoles a las 12 de la noche a la empresa de logística se le ocurrió la genial idea de hacer levantar las carpas para que la gente ingresara al primer anillo de seguridad. El resultado es que por el mismo precio de la boleta, unas dos mil personas recibieron un curso de indigencia. Terminaron durmiendo en el piso, tiritando del frío, sin comida y, para rematar, sin baño, porque a la logística no le pareció necesario, ya que solo iban a ser 12 horitas de espera. Esto en la boleta de platino –la más cara-, por lo que puede imaginarse que en preferencia, en donde la gente acampando era más del doble, las cosas tuvieron que ir peor. Al otro día, quienes llegaron tarde, después de bañarse y dormir en sus casas entraron tranquilamente y pudieron estar más adelante que los mártires de las tiendas, que cuando entraron eran unos despojos de personas quemados por el frío o por el sol y con los ojos rojos después de una noche de perros. Pero el sacrificio fue justo. Si el cantante de la banda lleva un mes bajándose del escenario para pilotear él mismo el avión que los ha llevado desde Asia hasta América, por qué no aguantar un poco de incomodidad. Para rematar, a las cuatro de la tarde se desgajó un aguacero, con granizo incluido, que aumentó las penurias de los ya desgastados fanáticos. Un vapor de olores poco recomendables se tomó el recinto pero eso tampoco importó. Como los soldados que hacen la guardia en el palacio de Buckinham, todos aguantaron sin inmutarse el chaparrón. Para comprender la reverencia de los fanáticos de este grupo, se puede decir que uno de los teloneros –el otro fue la muy buena banda nacional Instrospección- fue Lauren Harris, la hija de Steve Harris, bajista y fundador de la banda. El público metalero, tan dado a chiflar y abuchear a todo le que no es de su gusto, aplaudió a la joven cantante de pop aunque su música no les gustara para nada. Cuando alguien le preguntó a un personaje, que durante horas había estado gritándoles barbaridades a todas las personas que se cruzaban por el escenario, por qué ahora no decía nada, se limitó a responder: “¿nooo, es que es la hija de Harris?” La recompensa llegó sobre las ocho de la noche. Las luces se apagaron y cayó el telón que cubría el escenario principal. En todo el parque retumbó el discurso de Winston Churchill “We shall fight them on the beaches” –los combatiremos en las playas- que hacía parte del disco Live after death, de 1985, que le dio paso a Aces High, la primera canción del espectáculo. En ese momento el cansancio y el entumecimiento le dieron paso al éxtasis colectivo. El tan esperado grito de ¡Scream for me Bogotá! por fin se escuchó en vivo y la leyenda tantas veces vista en las pantallas de televisión estaba ahí en carne y hueso. Algunos de quienes los habían esperado por 28 años y creyeron que se iban a morir sin verlos derramaron una que otra lágrima de emoción. Cuando sonó The Trooper, El Simón Bolívar ya era una coordinada marea de personas yendo y viniendo al ritmo de la música y los empujones. La emoción llegó a uno de sus puntos más altos cuando Bruce Dickinson hizo subir al escenario una gigantesca bandera de Colombia marcada con el nombre del grupo, que había sido llevada por los fanáticos, y dijo que era la mejor que había visto durante la gira. Lo que hizo a este concierto especial fue que sin importar que el grupo llevaba un mes de gira, repitiendo desde Mumbay hasta San José de Costa rica el mismo listado de canciones, Iron Maiden hizo sentir a los colombianos que habían sido importantes y únicos dentro del tour. Dickinson hizo referencia al vuelo del cóndor de Colombia para compararlo con el del albatroz de Rime of the ancient mariner, y se vio emocionado cuando habló de la gente que había pasado noches en carpas esperándolos. Aparte de prometer otro concierto en el país, aún más grande, el verdadero desagravio para los sufridos fans fue ver a los seis integrantes de la banda poderosos y coordinados como el ejército inglés al que tanto le cantan. La Doncella demostró que no es una banda en retirada ni de esas que hacen conciertos lastimeros para financiarse después de sus carreras. El respeto hacia el público quedó plasmado en un sonido perfecto, un escenario de dos pisos con plataformas poco vistas por estos lares, telones de fondo corredizos con la imagen de Eddy (personaje que ilustra sus discos), y hasta un robot de tres metros del mismo Eddy que se paseó por la tarima. Para cuando sonó Hallowed be the name, la última canción, a todo el mundo se le había olvidado el tansnocho, el hambre y la mojada. No importó el mercado negro de boletas que hubo, la pésima organización de la empresa de logística 911, el grupo desadapatados que se coló y provocó desmanes, ni que en las pantallas de preferencia no se viera nada. Lo importante es que Bogotá hizo parte de la historia y que en algunos años muchos les dirán a sus hijos con orgullo: “yo estuve ahí”.
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