Este texto fue redactado por Juan Camilo Arboleda y publicado originalmente en la revista Letra Oculta, edición No. 17. La imagen lleva por nombre Parche en Castilla, y pertenece al archivo de Román González.
Cómo le explico a usted que no lo vivió y tampoco se lo han contado. Lo más importante para una persona que se mete al mundo del metal es la perseverancia. Pero no perseverar con un propósito ciego, inalcanzable, sino esa constancia ante un sentir y un hacer, un disfrutar y un deleitar la música, sobre todo si proviene del underground.
A los “casposos”, un término que en mi ciudad (la de las montañas, la capital de Antioquia la grande, la tierrita del presidente) le endilgaron en los años ochenta a quienes no vivían con un gusto casi estricto por el metal, se les señalaba y expulsaba de las “notas”, de los parches, de los espacios de encuentro, porque la idea era y es que a este sonido extremo no se acerquen sino los que realmente lo sienten, lo viven y hasta lo padecen.
Esto no se lo inventaron ni lo supermetaleros ni los punkeros; tampoco los death, los black, o los que se reunieron, cuando esto apenas comenzaba, en la iglesia San José, o en la Cámara de Comercio; ni el Bull Metal y los Lobos en Contra de Cristo, ni las Cabras. Ni los de allá ni los de acá. Ha existido siempre, desde las mismas tres caídas de Cristo, existe ese ánimo por conservar una ideología, una esencia y perpetuar un velo irrestricto sobre lo que unos pocos manejan, conocen o les pertenece. Un patriarcado estéril, digo yo.
Siempre hay un pasado y es difícil romper con el monopolio. Se tiene la costumbre babilónica de pensar que justo lo que se hace ahora no es como lo que otrora nos atraía, que definitivamente se están tirando, en este caso, la música. Cada vez tendemos a parecer menos melómanos del metal y más unos padres de familia ultraconservadores, otoñales, vetustos, que desprecian lo más reciente porque nos escampamos en lo “clásico”; y aunque no está mal, fácilmente esto puede llegar a confundir y a sofocar. Sí.
Sin embargo, y a pesar de muchos, me agrada ver cómo con el pasar del tiempo la voz de Chris Barnes (Six Feet Under) se hace más honda y rotunda; cómo Deicide se conserva en el death pero avanza en el sonido; cómo nos dejamos de lamentar por lo que Metallica fue y ya no será; escuchar propuestas de bandas como Ataraxie, Virgin Black, Sunn O, Verdunkeln y Khanate, que le dan un nuevo espectro, un oscuro ondular al metal de estos años que corren y vivimos. Aunque no todo es bueno, eso también hay que aceptarlo.
Pienso que incluso por eso los tatuajes y los piercings dejaron de ser moda y muestra de cierto poder y rebeldía en el rock en general, porque ahora ha llegado la modificación corporal con sus implantes transdérmicos, el branding y la escarificación para decir quién se atreve. A ver, ¿quién es el casposo?
Entonces esa tendencia nuestra al romanticismo, al placer otoñal de madre, tiende llevar a que la gran mayoría, la reguladora y la interventora, considere que todo pasado fue mejor y que es toda una lástima que ya no sea así porque mire, ya se echó a perder todo lo que hicimos para que salieran con lo que salen, pura pinta sin ton ni voz. Es que a veces nos quedamos viviendo en la cueva de Platón, viviendo el mundo a partir de las sombras, es decir, al revés.
Lo que me lleva a pensar que tener una norma en esta época es realmente difícil. La bifurcación de los géneros, la globalización de la música, el fácil acceso a la misma, la proliferación de bandas y esa ineluctable mezcla que el comercio hace entre adolescencia, moda y rock ha hecho de esto algo incontrolable. Una muestra es la aparición del drone, el stoner, el noise, el minimal, el avant garde, todos como subgéneros del metal.
Esas medidas reprochables que hace alrededor de dos décadas se comenzaron a implementar para controlar que los “casposos” se hicieran a un lado quitándoles las camisas, las insignias y la música ya no tienen cabida porque cualquiera, CUALQUIERA, podrá tener su colección digital enorme gracias a la era Soulseek, Ares y Rapidshare; o física, por qué no. Porque siempre habrá nuevas personas que quieran vivir el metal y que después se arrepientan o les llegue la decepción, qué sé yo.
Dentro de este enorme mundo que cada vez se nos hace más pequeño, ya no rigen las “normas” de lo local sino de lo global, donde todos dicen innovar pero conservando la esencia; así las cosas, todos se sienten con derecho de señalar, más aún si llevan años en la música, a casi todos los demás, los de allá, ellos, porque son unos falsos metaleros, pura “caspa”. No como cuando nos parchábamos a escuchar metal de verdad. Los he oído.
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